martes, junio 07, 2005

HITCHCOCK / "Psicosis" y "Marnie, la ladrona"

Esta nota fue escrita para revista RTV, del cable de VTR, para aparecer en julio. -GM

Los dos brazos de Hitchcock

Sir Alfred Hitchcock, el director de cine más famoso de la historia, el creador del suspenso, las películas de catástrofe y los asesinatos en la ducha, entre otras pesadillas, falleció hace ya 25 años. Pero sus películas siguen vivas e imparables. Por fortuna, este mes Cinecanal Classics exhibirá dos de sus cintas más extremas, dos ejemplos de cine puro: "Psicosis" y "Marnie, la ladrona".

Gonzalo Maza

Hay muchas y muy buenas razones para ver (y volver a ver) “Psicosis” y “Marnie, la ladrona”. Aunque a primera vista no lo parecen, ambas conforman un magnífico programa doble: no hay dos películas de Hitchcock tan distintas y tan similares a la vez; en conjunto, ambas dibujan las fronteras de su cine. “Psicosis” (Psycho, 1960) es la película más famosa y exitosa del director británico y, probablemente, la más citada, analizada, copiada y ultrajada de la historia; “Marnie, la ladrona” (Marnie, 1964), en cambio, no tuvo éxito alguno, fue ignorada y despreciada por público y crítica, y aunque incluso hoy es incomprendida, trae consigo una pesada carga de angustia y represión.

Janet Leigh y Tippi Hedren, las protagonistas de ambas películas (quienes curiosamente en el futuro serían madres de otras dos exitosas actrices, Jaime Lee Curtis y Melanie Griffith), son dos versiones de las llamadas “rubias hitchcockianas”: mujeres inteligentes, ambiciosas, cargadas de sexo y que sienten que pueden ganarle al mundo. Ambas, en estas dos películas, son también ladronas. Roban el dinero de sus jefes y arrancan. Y a partir de estos actos, ambas serán escoltadas por dos sexópatas obsesivos: el reprimido Anthony Perkins en “Psicosis”, y el aparentemente comprensivo Sean Connery en “Marnie”.

De “Psicosis” se han escritos numerosos libros, y de “Marnie” apenas se habla. “Psicosis” es el lado iluminado de Hitchcock (su truco más perfecto, nada menos), y “Marnie” es su lado más oscuro, la ausencia del truco, lo más espeso de su cine, donde salen a relucir sus hendiduras más personales, su obsesión más histérica. Ver las dos películas, como lo ofrece el cable este mes, puede darnos una idea más o menos clara de qué clase de películas hacía Alfred Hitchcock. Su cine cuelga de estos dos brazos, así como a menudo cuelgan de sus brazos los héroes hitchcockianos. “Psicosis” es una popular y tenebrosa fiesta a la que estamos invitados; y “Marnie” es una travesía no solicitada, casi por error, a la bodega subterránea de la misma casa.

“PSICOSIS”: LA CONCIENCIA MALDITA

Vamos por parte: Marion Crane (Janet Leigh) no es ninguna santita. Es una zafada. Desde el comienzo podemos verla en la habitación de un hotel, apenas vestida con sostenes, conversando con su amante. La hora de almuerzo es la única que tienen libre para verse. Tienen sueños en común. Pero, tal como lo insinúan los rayos de luz que atraviesan la persiana de la habitación, están atrapados. Si tan solo... si tan solo tuvieran el dinero para hacer una vida juntos. Si tan solo el destino les diera una mano, podrían ser felices. Marion Crane lo piensa. Se viste y vuelve a trabajar.

Y el destino le da la mano. Como si fuera un favor no solicitado, Marion se encuentra con un turro de dinero, que no es suyo, claro. Su deber es ir y depositarlo. Pero es viernes. Y no hay nada mejor que comenzar una nueva vida cuando comienza el fin de semana.

Marion arranca frenética con el dinero. Decide desaparecer. Vende su auto y compra otro nuevo, pero está tan nerviosa que el vendedor sospecha. En la carretera anda a tanta velocidad que un policía la detiene. Marion tiembla. Acosada por sus pensamientos y una creciente paranoia, en mitad de la noche y empujada por una persistente lluvia, detiene su auto en el camino. Llega a un motel, el desolado Motel Bates, atendido por un simpático y tímido muchacho, Norman (Anthony Perkins), aficionado a los pájaros y la taxidermia.

Seguir contando la historia no tiene mucho sentido. Se tiene que haber vivido un par de décadas en Marte para no saber que, más tarde, alguien es asesinado en una ducha, una escena irrepetible y canónica del cine. Tal es el poder de ese momento, que poca atención se pone a otras dos escenas poderosas de la película: las que ocurren justo antes y después de la ducha.

Antes, cuando el pillo de Norman espía a Marion mientras se saca la ropa, si nos fijamos bien, el hoyito en la pared está escondido detrás de un cuadro. Después de ver la película un par de cientos de veces, el crítico Donald Spoto descubrió que ese cuadro cómplice de Norman es una pintura de Rembrandt, llamada “Susana y los viejos”, y que está inspirada en una parábola bíblica en la que... tres viejos espían a una mujer que se prepara para bañarse, y luego la atacan sexualmente. Si es de Hitchcock, no es casual: ese cuadro ahí es un comentario sobre el voyerismo y sobre lo que veremos a continuación: la furiosa y desmedida consecuencia de esa represión.

¿Curioso? Repasemos ahora la escena post ducha: Norman llega al baño de Marion y no puede creer lo que ve. Retira el cuerpo, y limpia meticulosamente la sangre sobre los azulejos. Es sabido que Hitchcock filmó “Psicosis” en blanco y negro para lograr que la sangre se viera como manchas oscuras. Esta escena es la fundamentación de esa opción: en el diccionario hitchcockiano de símbolos, la mancha es un mecanismo de transferencia de la culpa. El ejemplo más recordado de este uso está en “El hombre que sabía demasiado”, cuando en Marruecos un hombre muere en brazos de James Stewart. El hombre va maquillado de negro, y cuando las manos de James
Stewart quedan manchadas, está atrapado: ya no tiene otra que involucrarse en una conspiración de escalada internacional. En “Psicosis”, cuando Norman limpia las manchas de sangre del baño, está limpiando su propia conciencia. Sus propias culpas.

Para Hitchcock la represión sexual es el origen de la maldad en su forma más pura. La casa de Norman, la habitación de la madre en el piso superior, el subterráneo de horrores, son espacios físicos del reino del mal, un reino donde el sexo (no olvidemos, el mecanismo de reproducción humana) está callado, sepultado, embalsamado con todas sus nefastas consecuencias.

“MARNIE”, EL CUERPO MALDITO

Si “Psicosis” sólo podía ser hecha en blanco y negro, “Marnie, la ladrona” es una explosión de color en torno a una mujer. Una mujer de cartera amarilla y pelo azabache, que es el primer plano que vemos en la película. Una mujer, que frente a un lavamanos, saca el color negro de su cabeza y vuelve a teñirse brillante como rubia. Una mujer con una curiosa fobia al color rojo, y con rutilantes trajes celestes, blancos y negros, que esconden un cuerpo con un espantoso secreto.

Marnie es el opuesto perfecto de Marion, de "Psicosis": Marion roba por necesidad; para Marnie es casi una profesión. Marion es una mujer liberada sexualmente (y ello es el pie inicial de su condena); Marnie es virgen, no por opción, sino por el pánico que le causan los hombres. Esto la transforma también en el opuesto perfecto de Norman Bates: si la represión sexual de Norman es el origen de toda su tragedia, es una secreta tragedia del pasado lo que ha generado la frigidez sexual de Marnie. El complejo mecanismo que funciona en la cabeza de Marnie es un misterio para Mark Ruttland (Sean Connery, justo entre medio de “De Rusia con amor” y “Goldfinger”), un millonario y zoólogo aficionado que descubre los delitos de Marnie... y decide casarse con ella.

“Marnie” es una película compleja y fascinante. Es una película sobre una mujer sin deseo que es, en sí misma, un objeto del deseo. Si “Vertigo” era una carta de amor a una mujer inexistente, “Marnie” es una carta de amor a una mujer inalcanzable. Algo de lo que sabía bien Hitchcock: de acuerdo a la leyenda, la película fue preparada para ser el regreso de Grace Kelly al cine, quien había dejado atrás Hollywood (y a su director) tras casarse con Rainiero y transformarse en la Princesa de Mónaco. Kelly, según Donald Spoto, siempre fue el amor secreto de Hitchcock, y para su reemplazo, solo otra mujer podía tomar su lugar: Tippi Hedren, la protegida del director desde “Los pájaros”, y también el foco de sus afectos no correspondidos. Entonces, la carta de amor de un director como Hitchcock solo puede dar como resultado un relato plenamente cinematográfico. Como lo llama el respetado crítico Robin Wood, es cine puro.

La pureza de ese cine está viva a cada momento en “Marnie, la ladrona”, de una manera casi expresionista: cuando la opresiva madre de Marnie se aparece como un espectro en la habitación de su hija; cuando, en medio de una tormenta de lluvia y viento, un árbol entra por una ventana, y Mark y Marnie se dan el primer beso, que vemos de tan, tan cerca, que casi hace partícipe a los espectadores; cuando Marnie roba la caja fuerte sin saber que una mujer de la limpieza puede descubrirla; cuando Mark decide romper con la virginidad de Marnie, con tanta violencia como delicadeza; cuando Marnie sufre un accidente en su caballo y debe sacrificarlo; y, por supuesto, cuando Marnie, como Scottie en “Vertigo”, sufre de sus coloridas alucinaciones. Es la compilación de todos estos momentos los que hacen ver, aún ahora, con nuevos ojos el cine hitchcockiano. Y hace compartir la opinión de Robin Wood: “Aunque suene arrogante, a quien no le gusta “Marnie” no le gusta realmente Hitchcock; y quien no ama “Marnie”, no ama realmente el cine”.

domingo, junio 05, 2005

FRITZ LANG / En retrospectiva

A partir de la exhibición de películas de Fritz Lang en el Goethe, escribí este artículo para ARTES Y LETRAS. Lang tiene todo para ser un gran director (incluyendo un parche en el ojo, tal como Nicholas Ray, John Ford y Raoul Walsh): es un director particularmente atractivo por porfiado e inclasificable. Como él mismo dijo en reiteradas entrevistas, "cada película tiene sus propias leyes y reglas", "no existen las fórmulas", y mi favorito personal, "una teoría no sirve nada de nada para un creador, sólo sirve a los que ya han muerto". Según la filmografía más oficial, Lang dirigió 40 largometrajes, los que aumentan a 44 si consideramos sus dípticos como películas dobles ("Las arañas", "Dr Mabuse, el jugador", "Los nibelungos" y el tardío díptico de vuelta en Alemania formado por "El tigre de Bengala" y "El sepulcro indio"). Trece de sus 40 películas son mudas; 24 fueron filmadas en Estados Unidos, 15 en Alemania y una en Francia; Video Manquehue ha editado buena parte de sus películas norteamericanas, en pésimas condiciones, como habitualmente hace esta empresa (ellos son los que debería usar el parche en el ojo). Otras, del periodo mudo, han sido editadas en DVD en Brasil con también pésimos subtítulos en español. Buena parte de ellas están disponibles para el arriendo en Bazuca.

EL CINE DE FRITZ LANG:
La vieja historia de odio, asesinato y venganza

Una extensa retrospectiva del director austrogermano organizada por el Goethe Institut y la revista Mabuse es la coyuntura perfecta para ver y volver a ver las películas de un director, productor y guionista intenso, laberíntico, hipnótico.

Por un minuto, olvidemos “Metrópolis”. Olvidemos los magníficos aviones volando entre los edificios que tocan el cielo, el incansable obrero que lucha contra el reloj de 10 horas, los trabajadores hacinados en el mundo subterráneo. Olvidemos “el mediador”, aquello que debe haber entre “el cerebro que planea y las manos que construyen”. “Metrópolis” es la película de Fritz Lang más conocida para las nuevas generaciones de cinéfilos (en especial, a partir de la atosigante versión coloreada en 1984 por el productor y músico alemán Giorgio Moroder, con temas de las ya olvidadas Pat Benatar y Bonnie Tyler), y en sí misma, dice muy poco de los verdaderos alcances del cine de Fritz Lang (1890-1976). Muchos preocupaciones languianas están presentes en “Metrópolis”, pero también muchas escapan de su simbolismo extremo y de un sentimentalismo obtuso. Mal que mal, “Metrópolis” era una de las cintas preferidas de Hitler, y según Lang, su ministro de propaganda Joseph Goebbels le habría ofrecido en 1933 hacerse cargo de la Oficina Cinematográfica del nuevo régimen nazi. Lang lo rechazó y, de nuevo según el mito, se fue con lo puesto a Estados Unidos, donde hizo una carrera que se extendió por 22 años.

Hay muchas, demasiadas ideas preconcebidas respecto a las películas de Fritz Lang. Solo viendo la totalidad de sus películas se desmoronan algunos conceptos totalitarios como “expresionista” (que el director subscribió solo en la primera etapa de su carrera, aduciendo que era “la moda de la época”), “creador del film noir” (suposición inexacta que se confirma porque ninguno de sus policiales se inscribe con comodidad en el género), “fatalista” (escribió un artículo en defensa de los finales felices), y otras más dislocadas como “nazi” en Alemania y “comunista” en Estados Unidos. Por supuesto no son invenciones sin fundamento: un poco de todo eso están en la superficie de sus películas. Pero si existe algo profundamente languiano es la errancia de sus personajes, la oscuridad de su mirada, los subterráneos de sus escenarios, los planos y contrapicados de su estilo, la condición laberíntica de sus preocupaciones.

Diversos elementos, además, llevan a emparentar a Fritz Lang con Alfred Hitchcock y Howard Hawks: no por nada fueron estos tres cineastas los primeros “rescatados” por los críticos de Cahiers du Cinéma entre febrero de 1955 y septiembre de 1959. Es verdad, los falsos culpables conectan en una primera mirada a Lang con Hitchcock, pero los crímenes hitchcockianos devienen de la represión sexual, mientras que los malvados languianos están movidos por el ego, la venganza y el amor propio (más aún, el mismo Lang fue un vividor y mujeriego reconocido, nada más alejado del pudoroso Hitch). Respecto a Hawks, con su intenso individualismo propio de micro sociedades más primitivas (como bien describe el crítico Robin Wood), no tiene conexión con el comentario que Lang hace de las sociedades modernas, más complejas, más inmanejables, con más rincones que nunca terminaremos de iluminar. Lo curioso del asunto es que cada película de Lang tiene sus propias leyes y reglas; no existen fórmulas discernibles; se mueve con ligereza entre géneros y estilos cinematográficos, tal como se mueve su cámara ligeramente al interior de las habitaciones, las cientos de habitaciones, que filma en sus largometrajes.

La máquina del destino

Cuando una derrotada Mae Doyle (Barbara Stanwyck) regresa al pequeño poblado pescadores de donde nunca debió salir, al comienzo de “Encuentro en la noche” (Clash by night, 1952), resume en una frase la volatilidad de los personajes languianos, y la condición inicial de su primera tragedia. “Y tú... ¿qué piensas de tu regreso?”, le pregunta Peggy (Marilyn Monroe). “Volvemos cuando no podemos vagar más”, responde Mae.

Pistoleros, arquitectos, médicos, soldados, prostitutas y hasta la misma muerte (“La muerte cansada”, Der mude tod, 1921) deben dejar de huir de sí mismos para instalarse y remover las existencias de pasivos dueñas de hostales, marajás, cajeros de banco o parejas a punto de casarse. Este es el punto de partida de los sus personajes: hacer un alto en el camino a ver si la vida del resto de los mortales tiene algo que ofrecerles. Esta huida es casi ontológica: son personajes que no traen las respuestas, más bien las buscan intensamente. Y ante ellos, los que no huyen se transforman inmediatamente en perseguidores.

Lang lo explicita en varias de sus entrevistas: “Hay que rebelarse cuando uno ha caído en la trampa de los convencionalismos”, les confidencia a Jean Romarchi y Jacques Rivette. “En nuestra vida contemporánea nadie vive su propia vida. Estamos sometidos a obligaciones de nuestros trabajos (...) Cada uno busca una posición, poder, dinero, una situación de vida, pero nunca nada interior (...).Y a mí me interesa la lucha del individuo contra las circunstancias”.

Hay una especie de terror de Lang y sus personajes por la vida rutinaria. Por ejemplo, dos hombres maduros como Jerry en “Encuentro en la noche” y Chris en “Scarlett Street” son tipos de los buenos. Tienen trabajos dignos (pescador y cajero de banco), ambiciones realistas, vidas estables. Es curioso: en ambas películas, Jerry y Chris no tienen problemas para ponerse un delantal y lavar los platos. ¿Y que les pone Lang por delante? Dos mujeres extraviadas que lo último que quieren es lavar platos. Con distintos motores internos, pero motores al fin y al cabo, ambas son el inicio del tragedia en las vidas de los que no se mueven.

Esta choque es lo que por años los críticos han llamado “fatalidad” en las películas de Lang, pero como bien lo expresa Tom Gunning en “The films of Fritz Lang”, se trata más bien de una “máquina del destino”, movida por dos fuerzas: el deseo y el deber. Distintos personajes intentan controlar o influenciar un sistema que opera aparte de sus deseos, y la derrota de esa lucha los lleva invariablemente a la muerte, o en el caso del “final feliz” de “Encuentro en la noche”, a una condena peor: la aceptación de la rutina. Mae, la mujer inquieta, debe seguir casada con un pescador aburrido.

Mujeres fusibles y laberintos

Esto nos conduce a otra invariable presente en todas las películas de Lang: el sacrificio femenino. Enumerarlas todas da para largo, pero Marlene Dietrich en “Rancho Notorious”, Joan Bennett en “Secreto detrás de la puerta” y “Scarlett Street”, Anne Baxter en “La gardenia azul”, Lil Dagover en “La muerte cansada”, las madres de las ninas asesinadas en “M”, la condesa de “Doctor Mabuse, el jugador”, María y en especial su doble robótico en “Metrópolis”, Debra Paget en “El tigre de Bengala” y “El sepulcro indio”, Joan Fontaine en “Más allá de la duda razonable” no se la llevan fácil. Son ellas las depositarias finales de la feroces aspas de la máquina del destino. Muchas veces, son mujeres fusibles: su sacrificio es la única posibilidad de salida para los personajes masculinos. Otras, son sobrevivientes y testigos de la violencia de las sociedades en que deben seguir viviendo.

Este sacrificio puede ser brutal. Dana Andrews no duda un minuto en que poner a su novia como señuelo para atrapar a asesino en serie en “Mientras duerme Nueva York” (While the city sleeps, 1955); y llega al paroxismo en “Los sobornables” (The big heat, 1953): para que el sargento Dave Bannion (Glenn Ford) acabe con la red de corrupción en la policía, cuatro mujeres son asesinadas, una ve deformada su cara con una jarra de café caliente... y hasta la esposa del detective debe morir crudamente ¡por una bomba en el auto!

Tal crudeza ante la violencia no es gratuita: solo el dolor físico remueve a los espectadores, es la máxima del director, lo que lo emparenta en Anthony Mann, Nicholas Ray, Sam Peckinpah. “El crimen es consecuencia de un sentimiento más directo que el amor”, dice el tenebroso Mark en “Secreto tras la puerta”. Y remata: “Hay habitaciones en las que se pueden cometer crímenes”. Ni que lo dijera Lang: los crímenes solo pueden ocurrir en espacios cerrados. Esos edificios desafiantes que tanto gusta de filmar están llenos de habitaciones atrapantes, jaulas de cristal, subterráneos precisos para persecuciones. Es el lugar para leprosos (“El tigre de Bengala”), trabajadores explotados (“Metrópolis”), mendigos que juegan cartas o delicuentes listos para sus linchamientos (“M”). Vivimos en catacumbas y, por donde Lang pone la cámara, parece que alguien siempre nos estuvieran viendo de arriba. Todos estos elementos de un cine que concibe el mundo como un laberinto ciego, donde no importan los pasadizos que se tomen, siempre terminaremos llegando al mismo lugar.